miércoles, 13 de noviembre de 2013

XIV

No daba crédito a lo que veían mis ojos. Un celador me acababa de abandonar, entre cientos de personas en camas pegadas a mí, y unas a otras en todas las direcciones posibles.
El ruido era incesante, acompañado de gritos de dolor y llantos de desesperación casi constantes.
Y en el techo de aquella enorme sala, un montón de luces blancas, delatadoras de todo aquel infierno, donde el sufrimiento se escondía bajo cuerpos mustios y sábanas estériles.

Alguna de aquella gente permanecía inmóvil, entubada, amordazada o con mascarilla. Pero lo que más miedo me daba y más me inquietaba de aquel lugar, no era estar sola sin mis padres, ni que la mujer que tenía al lado pudiese vomitar en cualquier momento sobre mí....  Y tampoco era el hecho de no tener ni idea de qué me pasaba, porque pese a mi dolor, yo todavía no era consciente de la gravedad de mi problema, por lo que casi me resultaba más inquietante la desesperación ajena, que la mía propia...

Lo que más miedo me daba de todo aquel cementerio de vivos del cual yo había pasado a formar parte tan repentinamente, era un señor situado a unos 20 metros de mí.
Estaba completamente calvo, pálido e inmóvil. Su cuerpo se veía escuálido, arrugado por el paso de los años, y su mirada parecía como perdida en un vacío infinito.
Aquel vacío en el rostro de aquel hombre logró traspasarme el alma. Y es que aquel señor estaba tan cerca de la muerte que os aseguro que podía sentir desde mi cama su fragilidad. Y os juro que me hizo sentir tan vulnerable y tan olvidada entre aquel montón de gente, que en aquel instante no pude hacer otra cosa que romper a llorar.


Pero entonces, llegaron mis padres.
Nada más verlos me sentí un poco menos perdida, aunque en realidad eran ellos quienes me habían encontrado a mí y no yo a ellos. De cualquier forma, necesitaba purgar, así que seguí llorando bastante rato mientras mi madre intentaba tranquilizarme y mi padre buscaba angustiado alguna enfermera que aliviase mi dolor, pues desconocía que mis lágrimas en aquel momento eran de desesperación.


Aquel lugar me sobrecogió de forma implacable. Creo que llegué a sentir el miedo que todos los allí presentes desprendían.... y es que en realidad, nacemos en pañales y morimos en pañales.
Vivos medio muertos, y moribundos sobreviviendo en aquella sala de espera, donde unos presagiaban su muerte y otros se amparaban a su suerte. Cuerpos secos, enclenques.Y yo en el medio, sin saber muy bien lo que hacía allí ni lo que me esperaba.

El olor a viejo y a enfermedad disimulado con ambientadores y productos antisépticos se filtraba por mis pulmones... Entre lágrimas, por un momento sentí que me faltaba el aire, me dio un vuelco al corazón y un hedor insufrible a enfermedad me recorrió el alma. Luego, me dormí.

Cuando desperté ya no estaba allí, aquel infierno parecía ahora una pesadilla pasada y esta vez una fría y vacía habitación de hospital, se me hacía casi tan placentera como la mía propia. Aunque claro está que aquella aparente calma transitoria, sólo era el trámite a mi propia desgracia, que estaba a punto de volver a mí en forma de metástasis pulmonar. Y lo supe tan pronto como vi aparecer a aquel médico por la puerta, con la mirada perdida entre mis informes. 

Y es que, ojalá todo fueran malos sueños.

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